A Panty Quitao – Uka Green – Cuarentaytantos
Okey, hablemos a panty quitao
Okey, hablemos a panty quitao. A corazón abierto y sin ñi ñi ñiñis. Esto de ser mujer está #&#@*&&^%. Sí, sí, me conozco de memoria el cuentito rosa de la bella durmiente, las damicelas y todas las mujercitas de las historietas, pero hoy no quiero hablar sobre eso, sino de la pejiguera que nos viene de nacimiento.
A ver, ¿cómo es eso de que hemos salido de una costilla de Adán? Ah no señores, si es que hemos salido de alguna parte del sinverguenza ese que no tuvo fuerza de voluntad para mantener la boca cerrada, entonces será de sus cojones. Eso sí que me hace sentido.
Todo empieza por el cocote. Nos amarran tres greñas de recién nacidas para ponernos un lacito. Y ni hablar de las orejas, ese es el primer cantazo de dolor que recibimos. La pistolita es inmisericorde y casi vengativa. Nos clava la aguja con todo y pantalla, una pantalla que para quitar después hay que utilizar hasta una pinza y una lupa. Tengo un par de amigas que a sus cuarenta y tantos tienen el chicho de la oreja rajado, rajado por el medio, roto, destasajado, víctima de los guindalejos y peñones que se han encasquetado en aras de la belleza. Y ni hablar de los aretes de clip, esos te aprietan hasta las tripas.
¿Y qué me dicen de las cejas? ¿Pero por qué hay que sacarlas? Yo las tenía anchas, perfectas, hasta que llegó la moda de las finitas y casi las perdí. Y con cada pelo que me halaba purgaba mis pecados, los míos y los de todo el mundo. Finalmente regresó el look cejiancho pero a mí ya ni me crecen… lo que me queda por cejas es el recuerdo. Y hay de aquellas que casi se las afeitaron y que ahora se las pintan con un estencil… un estencillllll, ¿pero a dónde vamos a llegar? ¿Quién decide si se usan anchas o finitas?… por mi madre que tiene que ser un hombre.
Hablo de los pelos y hasta me erizo, porque para colmo nos sale bigote. Entonces conoces a Sally Hansen y te embarras de la crema que te los quita. No, no, pero si es que a veces hasta me miro en el espejo y me pregunto si seré un macho en el cuerpo equivocado. ¿Qué me dicen de las axilas? ¿Por qué los hombres pueden tener la greña debajo del brazo y nosotras no?
En la adolescencia nos tocan las piernas. Dichosas las jóvenes de hoy que pueden escoger la afeitadora que les de la gana. La primera vez es bien chévere sí, como todo en la vida, pero luego el romance se va y ya no nos parece tan graciosito vivir pegadas a una navaja. Tengo un par de amigas con las piernas cercenadas porque para colmo ni un curso de cómo hacerlo nos dan.
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El invento de la depilación aparece un día en nuestras vidas con todo y musiquita de película de fondo. Cera caliente pa’ que sigas gozando. Mi primera depilación de bikini line me dejó marcada para toda la vida. Cuando vi aquel candungo rebosante de una sustancia espesa que hervía supe que lo que me esperaba no era nada bueno. Oh, no, no, no, no. Entonces me untaron aquel mejunje con una paleta de las de mantecado y no estuvo tan mal. No me quedó más remedio que hacerme la machota porque no había manera de dar marcha atrás. Hasta que vi el tape, o sea, el esparadrapo blanco y gomoso que colocan encima de la cera. Y no es que lo coloquen, es que lo ponen y lo presionan y lo aprietan y lo soban y prepárate que ahora es que es. Trinca la cara, muerde los labios, cágate en la madre de la cabrona ésta que seguramente está gozando con verte sufrir como ella debe sufrir también. Y cuando agarran esa banda y halan pa’ tras, &^%%$**&^ … ofrezco este dolor por los niños que tienen hambre, por la pobreza del mundo, por las injusticias y por toda aquella maldad del pasado que tenga ahora que pagar.
Pero que vamos a ver, si jamás en mi vida he cabido en un bikini. ¿Entonces para qué el bikini line?. Y lo siento, sobre el brazilian wax no voy a hablar. De sólo mencionarlo el culo se me pone frío y tieso. Brazilian wax not nice.
Y ahí tienes la menstruación mijita, pa’ que goces, pa’ que estés pendiente, pa’ que cuentes días, pa’ que llores si no aparece. Y cuando no aparece te llega el embarazo. Que la maternidad es muy linda y es el premio que nos han dado. Pero bendito sea Dios, si es que con algo nos tienen que contentar luego de todos esos meses hinchadas, infladas, toqueteadas.
Del parto ni se diga. Allí estamos llenas de amor pero con un look de sapo de laboratorio. Y todo el mundo entra y todo el mundo nos toca, y para qué la batita, Doctor, si total es feísima y transparente. ¡Venga el próximo a meterme la mano, vamos que hoy estoy dadivosa como la lotto!
La maternidad nos trae la lactancia. Yo, como que me quedé fuera de Lactaland, Mamalandia y Tetaworld. Nunca tuve el carné oficial. Tampoco lo quise. De primeriza llevaba mi maleta repleta de batas de incómodos mundillos y encajes picantes para ese momento tan especial que grabaría mi marido para la posteridad. Pues la posteridad se jodió porque cuando me coloqué a mi hija en la teta y me pegó aquella boca se me escapó una clase de grito que se dañó la grabación.
Pero mi amor de madre era más grande y seguí. Y me compré una máquina para sacarme la leche. Y lloré y me fue fatal y me sentí mala madre. No era que doliera tanto, era el verme humillada, enchufada a una pared. Y cuando aquel vacum cleaner prendió por poco se queda con mi pezón y hasta con el más recóndito de mis pensamientos. Pero yo ahí, aguantando, velando que aquel chupacabra de plástico no acabara con la poca teta que tenía. A las lactantes las admiro. Son como una secta, como de otro mundo, como de un club de matronas al que no quiero entrar. A mis hijas las lacté durante dos meses. Y a mis gemelos también. Hasta una madrugada en que me encontré, a mis cuarenta, con un niño pegado en cada teta. Ah no, esa noche tomé la decisión. Por la mañana los puse a los dos juntititos sobre una almohada, los miré fijamente a la cara y les dije, “hijos queridos: aquí se desayuna café negro con Splenda”.
De estas experiencias me quedó una fascinación tremenda por los exámenes de próstata y las vasectomías. Soy voluntaria para acompañar a todo aquel que me lo pida. ¡Pero claro que voy! Con mi marido fui a la vasectomía y hasta le pedí al urólogo que le hiciera un combo con chequeo de próstata. La espera por su turno en aquella oficina es una de las experiencias más placenteras de mi vida. Agarré una revista y me hacía la que leía, pero con cada página que pasaba iba disfrutándome su agonía. Y me deleité en cada minuto en que estuvo allí adentro y lo esperé con una sonrisa. Y me gocé aquella venganza tan callada y tan mía hasta que salió, incoloro y hasta sin espíritu.
La lista es interminable, pero hablemos de la menopausia. Broche final para nuestras vidas, con bajada de telón y aplauso. Con calenturas, con pastillas, con pérdida de hueso. Pero, ¡helloo! Si hueso es lo único que me queda, ¿también lo tengo que perder? Les digo que esto de ser mujer tiene mil y una pejiguera, definitivamente es para machas. Por eso me complace que los hombres al final de sus días se pongan feos, que les salga doble nalga, se queden calvos y regordetes. Que se les agranden las orejas y se les pongan como de elefante, que les cuelguen las bolas y se les vea feo el pantalón. A fin de cuentas se lo merecen. Claro que se lo merecen.
Nosotras nos merecemos las flores, que nos abran la puerta, que nos regalen chocolates, y por qué no, brillantes… nos hemos ganado por justo derecho tomar el té con galletitas, hablar mierda mientras tomamos vinito o café… ver telenovelas, tener una Visa y una American Express.
¿Que somos el sexo qué? Mire compay, ¡váyase al carajo!