EL PARAGUAS | Uka Green

Ay, ay, ay, les tengo que contar

Photo: Courtesy of Uka Green

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Ay, ay, ay, les tengo que contar. Es que siempre estoy metida en una lotería de sucesos inesperados. Resulta que hace un par de días mi amigo Luis se montó en  mi guagua y sin decirme nada movió mi paraguas hacia el baúl.


Son muchos los que he tenido.  Me han protegido en lloviznas, aguaceros y chubascos. Me han acompañado para defenderme si fuera necesario. Han sido mi escudo contra iguanas y otros monstruos de la vecindad que durante mis caminatas mañaneras pretenden atacarme.

He sido una cabrona con ellos. Los he ido dejando por ahí, tirados, olvidados en toda clase de sitios.  Peor aún, no he regresado por ellos y les he encontrado sustituto de inmediato.

Como les decía,  Luis se montó hace un par de días en mi guagua y tiró al baúl el más reciente de mis paraguas. No hay nada malo en ello, excepto que no me dijo nada. Horas después, al llegar casi navegando a un centro comercial para comprar algo que necesitaba urgentemente una de mis hijas, estiré la mano hacia el asiento trasero y descubrí que mi paraguas faltaba.

“¡Carajo! Mi paraguas, mi paraguitas lindo, mi negrito, dónde estás coño que tengo el blower acabado de hacer y tú sabes que eso no lo negocio… paraguitas paraguitas mándame una señal”.

Caí en cuenta que el patilargo de Luis, para estar más cómodo, debió moverlo hacia  la parte de atrás. Me acordé de él y hasta de su familia en Nicaragua.

Ni modo. Tengo que llegar hasta allá. Bajé bastante el espaldar de mi asiento, hasta que quedó en una diagonal bajita que me permitió comenzar a maniobrar mis musletes. Me viré y me puse de rodillas en mi asiento, culete contra guía, y comencé a estirar la pierna izquierda para pasarla por encima del cajón de cd’s y ponerla en el piso de la cabina posterior. Y ahí me quedé. Atrapada, atascada, humillada, porque la apertura del talón del zapato del pie derecho se metió por la esquina del pedal del freno. En medio de un puto shopping center estaba yo dentro de aquella guagua, totalmente espatarrá:  pata derecha atrapada y pata izquierda hacia atrás. Todo un espectáculo digno de pagar.

El taco no salía del freno porque no tenía espacio para moverlo hacia abajo y que se pudiera deslizar. Lo intenté varias veces, pero no podía hacerlo y a la vez dominar el ataque de risa que amenazaba con hacerme orinar encima. Quise morir cuando vi que la doña del carro estacionado justo al lado se acercaba. Si por lo menos estuviera mi marido aquí pasaría como una sex destroyer; a mi edad esa fama no me vendría nada mal, al contrario, sería la mismísima reivindicación de todas mis amigas. Pero mi marido no estaba y la señora me miró de reojo como a una cosa rara. ¡Me cago en diez!.

Pude zafarme del freno, sensación de victoria que me hizo emitir un “ahhhhh”.

Entonces comenzó la segunda parte del cuento. Apoyé cómodamente el pie izquierdo y subí la pierna derecha que quedó liberada, la pasé por encima de asiento y guarda cd’s y con el impulso quedé sentada de sopetón y con las piernas pilladas por el espaldar de mi asiento, el que había colocado en una diagonal bajitita para poder brincar. Mis muslos – que me dan y me sobran –  quedaron perfectamente pillados y aprisionados. Segundo ataque de risa. “Déjame pensar, carajo, esta ridiculez no puede ser que me esté pasando”.

Estiré la mano y lo encontré.

“Mi paraguas, mi paragüitas, mi amor, cariño, aquí estoy, aquí está mamita…”.

No podía verlo, pero sabía que era él. Por fin lo agarré, lo abracé y lo besé. Con la punta de la sombrilla comencé a empujar el gancho que sube y baja el espaldar del asiento hasta que, ¡fuáaaaaa! , lo logré.  El espaldar cayó en señal de perdón, totalmente hacia el frente en guatapanaso con el volante. Éxito total.

Entonces me dispuse a salir por esa misma puerta que me quedaba al lado. Ni pa’l carajo me tiraría la maroma de regresar al asiento del frente y arriesgarme a quedar encajada otra vez. Abrí la puerta:

“Ay carajo, estoy demasiado pegada al carro de al lado. Ni modo, a intentarlo”.

Saqué el paraguas cerrado y una vez tuve manos afuera, lo abrí. El aguacero era casi tormenta. Saqué la pierna izquierda y supe que lo que vendría después no sería nada bueno, pero dije otra vez:

“ Pa’l carajo”.

Metí el resto del cuerpo como pude, apretujado, en un espectacular chino con el mango, la manija y todos los vericuetos de la parte interior del carro. Me empujé casi con el mismo esfuerzo que hice al parir  pero con la cara relajada, como si nada, por si me encontraba con alguien. Del tiro me quedó el centro del cuerpo marcado, como repujado con las formas, salidas, entradas, subidas y bajadas de la maldita puerta. Pero el blower estaba intacto. ¡Bendito sea Dios!

Aquí estoy. Respiré profundo y recordé que lo que tenía que comprarle a Antonella se me había olvidado. Qué mal me va… hasta recuerdo que se me olvida lo que debería recordar. La llamo. No contesta. La llamo. No contesta. Carajo. La llamo. Contesta.

“Nena, ¿qué era lo que necesitabas con urgencia? Es que acabo de llegar para comprarlo”.

“Olvídalo mama, pichea, ya lo conseguí por acá”.

CARAJO, CARAJO, CARAJO.



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