El Pie Hinchado
Ando últimamente por ahí con el pie izquierdo hinchado
Ando últimamente por ahí con el pie izquierdo hinchado. Dice el médico que podría ser un problema de circulación y yo le digo que sí, que seguramente por lo mucho que he circulado en la vida, encaramada algunas veces en varias pulgadas de tacón y asfixiada en otras ocasiones por los amarres rebosantes de piedras de mis sandalias.
No me gusta ir al doctor. No soporto los ambientes tan desinfectados que le arrancan a la gente hasta las ganas. No entiendo por qué las oficinas son tan frías, mucho más los hospitales, cuando uno a lo que va es a buscar calor, calor humano que nos consienta y apapache para que se nos quite el dolor. Tampoco entiendo la espera, aunque supongo que algo tiene que ver con el título de paciente que nos etiqueta. Si somos pacientes tenemos que tener paciencia, cultivarla, desarrollarla, visualizar, hacer yoga, meditar, jugar parchis, chinese checkers y hasta bolita y hoyo, todo en esa sala de espera en la que se cocinan las dolamas de uno con las dolamas de los demás.
Soy miedosa, lo acepto. Por eso desde hace un par de años me ha dado por cuidarme un poquito, a ver si me ahorro el susto. Hace un año me automediqué. “Me estoy enmoheciendo, me hace falta de ejercicio”. De modo que comencé unas caminatas mañaneras que hoy día me hacen sentir como el atleta que se encamina a los Juegos Centroamericanos del 2010. Comencé suavecito, recorriendo la urbanización. Tuve que usar una vaqueta en la cintura para cargar el celular y un palito para espantar los perros que, aunque chiquitos, amenazan con producirme un ataque al corazón cuando me percato de que me están persiguiendo.
Al siguiente día dije “ah no, celular no”. Lo dejé en casa prometiéndole a mi marido que si algo me pasaba, intentaría levantar el brazo para que alguien se diera cuenta y me auxiliara.
– A ver si te da un bioco en plena carretera y terminas tirada como pelota – , me advirtió tan cariñoso.
– Pelota ya soy -, le contesté, – pero dudo mucho que acabe tirada en la brea, por lo menos me ejercito, tu vegetas.
Cambié el teléfono por el Ipod, así que ahora voy cantando. Y casi bailo, me doy cuenta a veces que camino al tiempo de la canción. “Uf, qué vergüenza”, miro hacia un lado y hacia el otro y sigo con mi procesión. Mis primeras caminatas duraban veinte minutos, me dejaban roja tomate, con un velo de transpiración porque no sudo, el corazón saltando del pecho y los ojos en blanco. Pero seguí. Hasta que una buena mañana atravesé el portón del control de acceso de donde vivo y me lancé en una aventura que me llevó media milla en plena avenida. Cuando llegué a una esquina, en un cruce de semáforos, me dio una emoción tal que comencé a tararear la canción de Rocky I. Es que me sentía como Rockito Balboa al subir las escalinatas esas y ponerse a brincar como un mismo totón. Llegué a casa casi corriendo, llamé a mi marido y le canté por teléfono el único pedazo que recuerdo de la canción. El se reía… como siempre.
Desde entonces he seguido caminando, aumentando cada día los minutos y las millas. Creo que le alegro la mañana a todo el que me ve. Camino como si fuera atleta, ya se los dije, con las manos hacia arriba y hacia abajo, haciendo movimientos cruzados hacia el frente y hacia atrás y en algunos momentos estirándome los trolletes de brazos que intento moldear. Me ha sentado de maravilla, les juro, al principio iba como tullida, oxidada. De mis rodillas salían ruidos raros que me recordaban puertas crujientes y sedientas de aceite. El cierre alargado y de velcro de la fajoleta que uno se aprieta donde quiera sudar me pinchaba la piel y me hacía velar el momento en el que no hubiera carros en la costa para arreglármela.
Media hora, cuarenta minutos, cuarenta y cinco, una hora, hora y diez… me he convertido en experta caminadora, diestra detectando posibles apariciones de iguanas, confiada en dominar la adrenalina que emana de mis miedos para que no se me peguen los perros y versada en rutas y recovecos para que mi marcha jamás me parezca aburrida.
Siento miradas desde los carros, supongo que ya estarán acostumbrados a ver a la doñita gordita que habla sola. No saben que voy rezando por todo, y hasta por ellos para que no les caiga la maldición que les echo por si se están burlando. “Nada de doñita”, les digo con la vista, “yo soy toda una Doña, es más soy La Doña, que traducido al argot reggaetonero es Da’ Doña”. Lo de gordita no pienso discutirlo, mucho menos para que yo misma tenga que escribir La Gorda. Carajo.
No voy sola, me acompaña Barry White, Black Eyed Peas, Luis Enrique, Fonsi, Gisselle, Pitingo, Earth, Wind & Fire, Orozco, Bisbal y Camila. A veces llevo a Alejandro Fernández, pero me distraigo pensando en lo bueno que está y se me enredan los pies.
En vez de llegar a casa estropeada llego con la mecha prendida. Lejos de cansarme me lleno de energía y sigo como petardo durante todo el día, cosa que me ha sentado estupendamente bien con un marido, cuatro hijos y un trabajo.
Lo que no ha cambiado mucho es lo del pie hinchado. Aunque para ser justa, ya no se me hincha tanto. A veces va embutido en la zapatilla, me imagino que gritando “help help, let me free”. Pero a fuerza de tanto paso ya se me va desinflando. Eso me asusta. Como les dije al principio, la hinchazón aparentemente es por la circulación, por lo mucho que he circulado. Me aterra pensar que de tanto caminar se deshinche y que los médicos me digan que la vida se me está desinflando.